Érase una vez un psicólogo tratando tratar a un paciente, los dos sentados.
Cuenta la leyenda que el pensamiento, ese maleducado que nos interrumpe todo el día, es la voz de la mente, reduciendo la identidad del individuo al capricho de esa voz.
¿Y si no es la mente, o el cerebro, los que hablan? ¿Y si es el cuerpo en su totalidad? Tal vez no es el primer cerebro el parlanchín, ni el segundo, sino el gran cerebro, que también contiene a los laberintos craneales e intestinales, claro. ¿Y si ese gran cerebro, el cuerpo, evolucionó primordialmente, que no exclusivamente, para moverse?
Entonces, he aquí la escena de consulta: dos cuerpos apoltronados, distantes, confinados en una habitación, a la luz de un halógeno, se comunican parloteando, verborreando, o sea, vomitando diarreas verbales, imaginarias, interpretables, subjetivas, simbólicas, parciales.
Puede que funcione temporalmente, y puede que no.
Recuerda a otro cuento, el del tipo que nunca saca el coche del garaje, que está concebido para circular, pero que cada quince días, por aquello de cuidarlo, lo mantiene arrancado diez minutos, sin moverlo, para recargar la batería, confundiendo una parte con el todo y el todo con una parte.
Así, el cuerpo del paciente, encarcelado día tras día entre las paredes reales y figuradas de una vida sedentaria, desnutrida de contacto físico, hipoiluminada por luz artificial, atiborrada de azúcar, intoxicada de cemento, con ansia de movimiento, se queja a través del pensamiento, con un poco de suerte verbalizándolo una horita a la semana, siempre que tenga la posibilidad de invertir en ello doscientos euros al mes –o más.
Menudo cuento tiene el cuerpo.
Nada, nada. Es psicológico.
Siéntese y cuénteme… cuentos.
Érase una vez un cuerpo, móvil, tratando tratar a otro cuerpo, móvil, sin moverse.
O no.
Rober Sánchez