Parece imposible.
¿Mejor que ser feliz…? ¡¿Mejor que ser feliz?! ¿Cómo va a haber algo mejor que ser feliz?
Con lo claro que lo tenía… Porque es evidente que lo que realmente quiere todo el mundo es ser feliz – o al menos es eso en lo que insiste la industria de la felicidad, lógicamente.
¿Qué industria?
La de la felicidad. Ya te lo he dicho.
La que primero produce infelicidad, luego fabrica productos para la felicidad y, finalmente, te los vende.
La que invierte miles de millones en publicidad y discursos recordándote la (supuesta) mierda de vida que vives.
La que te reprograma continuamente para que solo centres tu atención en ti mismo, en todas tus carencias (según ellos) y en todas tus insatisfacciones, reales o generadas, da igual.
La que te ha convencido de que la felicidad puede ser permanente, o que es una decisión y no un simple sentimiento, y de que la felicidad es algo bueno y emociones y sentimientos como la ansiedad, la tristeza, la frustración o el miedo son malos o negativos.
Y peor aún, la que te ha hecho creer que la felicidad depende de ti y que, por tanto, si no eres feliz, es culpa tuya, de tu indeterminación, de tu falta de voluntad, de tu miedo, de tu incompetencia. ¡Ah! Se me olvidaba; también puede ser que no seas feliz porque no tienes ese producto de la felicidad que quieren venderte en forma de libro, curso, hábito, posesión, etc.
He aquí los tres mitos de la felicidad:
Hay algo mejor que ser feliz
He caído tantas veces en la trampa de la felicidad.
Y sigo cayendo, ahora, muy de vez en cuando. El mono interior es un adicto al placer de la felicidad, y la presión social/cultural/publicitaria es intensísima.
En realidad, es eso lo primero que tienes que aceptar: que vas a caer en la trampa con cierta frecuencia. Es inevitable.
Luego, tarde o temprano, leyendo, compartiendo y, sobre todo, experimentando, te das cuenta de que la idea de felicidad como bien más preciado es un mito/timo.
Hay algo mejor que la felicidad que, lejos de utilizarse como medida de control –serás iluso–, puede aprenderse y desarrollarse y, por encima de todo, disfrutarse sin ansia alguna.
Es la serenidad.
Y no la serenidad del monje shaolin impasible rodeado de un ejército de trescientos enemigos. Esa es otra leyenda.
Es la serenidad consciente, la tranquilidad de observar y respirar, por muy agitado que esté todo en ese momento, la paz interior de los budistas, la calma silenciosa a pesar de los ruidos y las tormentas mentales y sociales.
En fin, la aceptación de lo que es y el compromiso de seguir adelante según tus valores con lo que es y a pesar de lo que es.
Uno puede sentirse feliz, triste, rabioso, eufórico, ansioso… y al mismo tiempo mantenerse sereno.
A día de hoy, serenamente sereno, no encuentro nada mejor que eso.
O no.
Rober Sánchez