Aceptarte como ex-comedor impulsivo imperfecto

Hace algo más de dos semanas me hice un destrozo en mi rodilla izquierda. Practicando unos ejercicios de suelo de locomoción natural, algo fatigado y sobre todo despistado, en uno de los giros ¡catacrec! Resultado: esguince de rodilla con afectación en el menisco interno y en el tendón de la pata de ganso, añadiéndole ese síntoma que tantos quieren evitar y que tanto cura y que yo no iba a interrumpir en ningún momento, la inflamación resultante de un derrame articular de aquellos que no te dejan ni diferenciar la rótula, acompañado de un dolor intensísimo. En fin, una lesión que me dejó KO total.

Al día siguiente yo estaba hecho polvo. En mi casa, encerrado, sin poder moverme, al menos hasta que mi padre me trajera las muletas, con un dolor casi insoportable y, más que nada, desanimado. ¿Qué iba a hacer yo ahora si resultaba ser una lesión importante? Justo ahora que llevaba un montón de meses de buena racha, progresando como quería, y centrado en un nuevo proyecto de movimiento. ¡Es mi trabajo! ¿Y si no hay vuelta atrás? La ansiedad, el malhumor, la desesperanza, la desgana y la preocupación se alternaban sin darme un momento de respiro. Sufría.

¿Y qué hice?

Podía haber recurrido a las mil técnicas de control mental y emocional de las que soy experto. Podía haber respirado hasta iluminarme. Podía haber dado gracias a mis pensamientos de pesimismo y desánimo y dejarlos pasar, uno tras otro hasta el infinito. Podía haber buscado el lado bueno de las cosas. Podía haber expandido mis emociones, darles su espacio.

Pero no lo hice…

En lugar de todo eso, lo que hubiera demostrado mi madurez, mi capacidad de autorregulación y mi condición de gurú, esperé pacientemente a que mi mujer llegara del trabajo para compartir con ella una idea que se repetía una y otra vez entre tanto sufrimiento, para pedirle un favor que sabía que no solucionaría nada, pero que me aliviaría inmediatamente ni que fuera por un ratito.

–¿Cómo estás? –me pregunta nada más entrar por la puerta.

–Fatal… –respondo resignado, triste, mártir.

–¿Necesitas algo?

–Sí, necesito solo un favor.

–Dime.

–¿Puedes bajar al paqui a por un paquete de galletas María? Quiero hacerme «un colacao», de leche de arroz y coco, ¿eh?, con cacao 100%, y tomármelo con un buen montón de galletas María, de marca, las Marbú Dorada, si puede ser.

–Claro que sí, Rober. Ahora mismo bajo y te lo traigo.

–Gracias. Me has salvado la vida.

(Continuará…)

Dejar de comer impulsivamente, ¿para siempre?

Desde que publiqué Cómo dejar de comer impulsivamente, cada cierto tiempo he quedado con gente interesada sobre el tema, he dado alguna charla, he intentado ayudar a alguien con el asunto, y a menudo aparece la misma pregunta: ¿y con todas esas propuestas, las de tu libro, voy a dejar de comer com/impulsivamente para siempre?

Pues, la verdad, y como explico en el prólogo –el ejemplo perfecto de una estrategia de venta nefasta según los expertos en marketing, en el que explico que ni hay garantías, ni receta universal, y lo que hay, sobre todo, es muchísimo tiempo y trabajo personal–, es que no lo sé.

Para siempre no lo sé.

Qué significa dejar de comer impulsivamente

Lo que sí sé son dos cosas.

La primera, que desarrollas tu conciencia –te das cuenta–, tu aceptación –es lo que hay–, tu comprensión del inconsciente –no es cuestión de fuerza de voluntad–, tu visión sistémica –no es un proceso lineal, sino multifactorial y relacional–, y tu compromiso –hacia donde quieres dirigir tu vida.

Y la segunda… Mira, no creo que sea cuestión de si va a ser para siempre o no. Tú quieres que sea para siempre porque piensas que comer según el antojo de tus impulsos y emociones es un problema que no quieres que se repita porque te hace sufrir, y sentirte culpable e impotente, cuando lo más probable es que no sea un problema, sino el síntoma de ¿un problema? ¡Ni de un problema! Vamos a dejarlo en el síntoma de que algo pasa en tu vida o en tu cabeza que no concuerda con tus valores, que no tiene sentido o que no se lo encuentras, y que te lo hace pasar mal.

Entonces, como decía, con muchísimo trabajo y tiempo de por medio uno puede terminar viendo la situación con otros ojos y respondiendo de forma diferente… la mayoría de veces.

Y aquí dictamino rotundamente: alcanzado este punto el «problema» está resuelto.

Comer impulsivamente, emocionalmente es algo que puede ocurrir a distintos niveles e intensidades –hasta considerados como enfemerdad, la del comedor compulsivo–, y que, entre otros, se caracteriza por un aspecto: la frecuencia.

Y la razón de esta reflexión es que he visto que mucha gente, como con otros temas relacionados con la salud y el bienestar –dietas, ejercicio, etc.–, cuando ya lleva un estilo de vida más o menos consciente, eficaz, sanote, cae en un perfeccionismo enfermizo, mucho más que darse un atracón, por decir algo, una vez al mes.

Yo también he pasado por eso, igual que por el resto de experiencias que cuento en el libro, y durante un tiempo traté de controlar la situación estrictamente. ¿Cómo terminaba SIEMPRE? Volviendo a comer a destajo. Volviéndome a sentir culpable. Volviendo a maltratarme con pensamientos del estilo «¿lo ves?, no eres capaz, no tienes voluntad, has vuelto a fallar». Y volviendo a poner en marcha la rueda de los intentos y la ilusión de control. Total, los gurús de verdad, los buenos, dicen que tu vida es el resultado de tus pensamientos. Habrá que controlar lo que piensas y sientes, ¿no? –¡tururú!

La verdad, o tal vez mi verdad, es que si uno se lo toma en serio y se compromete consigo mismo en todas sus áreas vitales, siempre desde la aceptación radical del momento presente, el rumbo se va enderezando, hasta dejar de ser un esclavo de la relación malestar-comida, para centrarse en lo que realmente importa, ser coherente con los valores propios.

Entonces, puede pasar. Puedes llevar un estilo de vida responsable, sano, y una dieta que te aporta todo lo que necesitas para vivir y te hace sentir bien. Y también puedes darte algún capricho de vez en cuando, o pegarte una buena comilona, incluso hasta empacharte y obligarte a saltarte la cena por un día.

¿Qué pasa? ¿Hay algún problema?

Escúchame. Y ahora sí que me pongo en plan expertísimo. No lo hay. No hay ningún problema. No pasa nada. De veras.

Es muy probable que ya «comas bien», que sepas gestionar tus impulsos la gran mayoría de veces, que tu relación con la comida sea saludable. En fin, es muy muy muy probable que todo esté bien y que el único problema es que tú crees que hay un problema.

Como dice Marina de Psicosupervivencia «ponte las gafas de lejos», observa la situación con perspectiva, y, sobre todo, date permiso para ser imperfecto. Ya eres suficiente.

De lo contrario, puedo asegurarte que obsesionarte con controlar la situación, no comer nunca jamás nada de tu lista de «alimentos prohibidos», ser «el dueño de tu vida» –como se suele leer por ahí–, y tratar de llevar una dieta supuestamente perfecta te traerá mucho más malestar que darte un poco de margen y aceptarte tal como eres, humano, y te empujará a seguir comiendo impulsivamente o, si no es comida, agarrarte inconsciente, adictiva y viciosamente a cualquier otra cosa que te aporte placer inmediato y alivie tu sufrimiento –juego, sexo, tiendas, poder, drogas, deporte, información.

El arte de dejar de comer impulsivamente no consiste en reprimir, controlar y evitar todos tus impulsos para siempre, sino en darte cuenta de que están ahí, aceptarlos, dejarles ser, negociar con ellos, regular que no sean ellos los que lleven las riendas de tu vida y, por qué no, de vez en cuando y plenamente consciente, disfrutar de tu imperfección y permitirte comer lo que sea y como sea.

Cómo termina mi historia

Mi mujer abre la puerta.

Ahí está. Ella no, leñe. ¡El paquete de galletas!

Y algo distinto ocurre. Algo que no solía pasar hace años, cuando comía impulsivamente casi a diario. Algo que no ocurre de un día para otro, ni mucho menos, sino que se va fraguando día a día, mes a mes y año a año desde que uno toma el compromiso de comer –y vivir– conscientemente.

Respiro. Acepto. Soy consciente, sin misticismos. Sé lo que está pasando. Me doy cuenta. Me encanta comer y me encantan las galletas, y hace mucho tiempo era esclavo del placer de la comida. Hoy, mirando con perspectiva, ya no.

Me siento fatal. No tengo ni idea de cómo va a evolucionar mi rodilla. La paciencia no es la mejor de mis virtudes. Demasiada incertidumbre. ¿Qué será de mi vida? ¡Qué bueno soy haciéndome la víctima!

Mi crítico interior aparece en escena. «¿En serio te vas a comer las galletas? ¡Venga! La dieta a tomar por c… Eres un niñato comilón.». Gracias crítico interior. Te agradezco que quieras protegerme. Hoy no hace falta. En serio, todo va como tiene que ir.

Queridos sistemas internos. Confiad en mí. Sé que estáis acojonados, como yo. Ya veréis que no es para tanto. Llevamos un estilo de vida envidiable desde hace muchísimo tiempo y nos encontramos bien, ¿verdad? ¿Por qué no disfrutamos de este momento?

¡Vamos a ser comedores conscientes y permitirnos ser imperfectos!

Y vuelvo a respirar, a aceptar y a ser consciente.

Y agarro el paquete de galletas.

Y me lo como.

Entero.

 

O no.

Rober Sánchez

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